Dos y dos son cuatro

Temas acerca de todo lo inentendible y lo entendible

luisatounamuna

viernes, febrero 16, 2007

HISTORIA Y MEMORIA

H I S T O R I A Y M E M O R I A

Sí, ya sabemos que la República tuvo sus grietas. Y apesta oír, leer y escribir sobre los mismos hechos luctuosos perpetrados por los dos bandos de la Guerra Civil. Hechos tan ciertos como ya tópicos por lo exasperante de su retranca. Por supuesto, durante la dictadura que subsiguió al famoso Movimiento que acabó con un régimen legalmente constituido, cualquier intento de alusión a los represaliados por el franquismo era impensable. Era imposible rememorar lo decididamente condenado al silencio. Con todo, el pacto, no escrito, de olvidar tales hechos durante la transición fue lo mejor de una Constitución que, ¡afortunadamente!, por la desatinada redacción de su artículo 2º, promovió (en lo tocante a la organización geopolítica del estado) precisamente lo contrario de lo que pretendía. Es decir, facilitó el diseño del Estado de las Autonomías territoriales sin que se rompiera España. [Y en esas estamos, esperando la resolución del Tribunal Constitucional acerca de si el Estatuto Catalán se ajusta, o no, a los postulados de la Carta Magna]
A lo largo de estos años, el referido acuerdo tácito de silencio (de olvido si queréis) ha sido respetado, más o menos, por todos los herederos de los que, en su día, fueron contendientes. Al final, las diferencias de trato, pero sobre todo de destino [¿es que fue legal la condena de los vencidos? ¿dónde están muchos de los cuerpos de los muertos republicanos?] pesaron tanto sobre la conciencia de sus deudos que obligaron a estos a reivindicar la memoria del pasado. “Debemos recordar”, pensaron. Y, sin ánimo de revancha, reclamaron el derecho al recuerdo, poniendo ante los ojos de todos las injusticias y atropellos que, durante la dictadura, sufrieron los suyos. Intentaban así, tal vez, rehabilitar conductas o, al menos, enterrar dignamente sus despojos. Era, y es, un empeño tan razonable, que, a poco, fue aprobado mayoritariamente en el Congreso con la sola excepción de los diputados del PP.

Yo he escrito ya antes sobre lo mismo, aprobando la reivindicación de la memoria del pasado cuando trae al recuerdo sucesos tan dolorosos por su gravedad que dejan marca indeleble en el alma de quienes los sufrieron como testigos. Únicamente estos tienen verdadero derecho a hablar. Pero, ¡ojo! (matizo ahora) sin dejar de tener en cuenta que cada cual sólo puede recordar (son sólo para quien recuerda fiables) los hechos personalmente comprobados (es decir, las propias vivencias). O aceptar (con reticencias) el relato de los vividos por alguien muy de su actual entraña; muy de la hondura de su identidad de pensamiento de hoy. O acatar testimonios históricos irrefutables (como es el de los documentos fedatarios o el silencio acusador de los muertos removidos de las fosas comunes). Poniendo en tela de juicio la veracidad de hechos pretéritos no autentificados que pueden ser objeto de manipulación. Y reservando siempre la cautela a que obliga la fragilidad de la memoria: el que un recuerdo desvaído corresponda a una vivencia cierta de quien lo aduce no garantiza la verdad de lo acontecido.
Las distintas interpretaciones de sucesos no vividos personalmente, sino recibidos y transmitidos oralmente a lo largo de decenios, son el motivo de que se aireen y publiquen diferentes aportaciones (presuntamente históricas) sobre los mismos hechos. Interpretaciones que arriman el ascua a la sardina de la politiquería de cada cual. A mí, que he vivido esa historia, no dejan de sorprenderme ni el relato sesgado de Cesar Vidal (ultraderecha lígrima), ni la perorata fabulada con la que hoy se despacha Pío Moa (de la derecha ultramontana, antes del GRAPO) que no la han vivido.
Lo dicho hasta aquí no pasa de ser una sarta de obviedades de quien suscribe; un lego en historia que acaba criticando (desde su apreciación subjetiva) a un par de personajes muy, muy mediáticos. Pero no sólo sorprenden las singulares interpretaciones que sobre la historia del franquismo difunden estos epígonos de la dictadura. La evidente y discutida correlación entre historia y memoria tal y como es planteada por Santos Juliá en sus declaraciones a EL PAIS de 2 de enero de 2007, no deja de ser menos sorprendente. Aunque es sabido que cuando un especialista en cualquier tema, si, traspasando la frontera irrefutable de las obviedades, entra en un terreno tan resbaladizo y poco conocido como es el de la memoria, se puede esperar cualquier cosa. Y eso es lo que le pasó a Santos Juliá cuando, en su argumentación, dogmatiza a propósito de la discriminación conceptual que cabe hacer entre memoria e Historia sobre la base de que la memoria es subjetiva (individual) y por lo tanto selectiva, mientras que la Historia explica e interpreta objetivamente los hechos. ¡Santo Dios! Mejor que no hubiera aventurado tal ocurrencia, Y veréis por qué

Es claro que, para muchos lectores de EL PAIS, el ilustre historiador es de los que resplandece con luz propia. Por eso le admiramos. Pero esa luz se ha ensombrecido con ocasión de su polémica con Pilar Cáceres sobre historia y memoria. Una polémica que tiene como telón de fondo las anotadas declaraciones. Quizás Cáceres se pasa al rebatirlas con cierto desparpajo suficiente que irrita al historiador. Éste, habitualmente prudente, no asume la solfa. Su mente se ofusca; y no entiende que, aunque parezca paradójico, hasta el más capaz puede recibir una lección del mas inesperado opinante. Antes de que saltase la comentarista, algunos compartimos con ella nuestra discrepancia de esas concretas declaraciones del autor en el peliagudo tema. Cualquier persona culta con sentido común conoce las carencias que -fuera de su campo- tienen los acreditados expertos en cualquier rama de la epistemología (de la historia también). Como conoce la obviedad de que la memoria es subjetiva (y la historia también). Pero no van por ahí los tiros.
Lo que no es de recibo es que, desde la prepotencia que le confiere su prestigio, alguien descalifique a otro/a motejándole de ignorante porque no comulga con sus ideas. Y menos valiéndose del gratuito y umbraliano argumento de que no ha leído a este o a aquel autor. Y (aún peor) de que si lo ha leído no lo ha entendido. Eso ya roza la bajeza. No me cabe duda de que Santos Julia sí ha leído las recientes aportaciones de los neurofisiólogos sobre la corteza límbica del hipocampo y su papel en el hacerse y deshacerse de la memoria. Lo que hace que la postura del historiador me extrañe más. ¡Qué razón tenía LA CODORNIZ titulando una de sus brillantes secciones Hasta el sol tiene manchas! En los viejos tiempos del divertido semanario, nuestro hombre hubiera sido condenado por su delito a pasarse una quincena en la Cárcel de Papel.

PALABRAS Y SILENCIOS

¿Habrá paradoja más rotunda que el juicio de valor, si se plantea, entre la palabra y el silencio?... ¿Entre el hablar y el callar?... ¿Qué es mejor, qué vale más, la catarata de palabras encadenadas en una idea que pretende ser convincente, o el prudente silencio que no hiere?... Esta cuestión, propuesta por alguien que, a lo largo de su vivir, se ha valido del hablar como herramienta de trabajo, no es menos paradójica. Como tampoco lo sería si la propusiesen quienes se dicen (por que se sienten) escritores. Esos que han dejado, y dejan, en sus textos autógrafos o publicados el alimento espiritual del que se nutren los que se deleitan con sus decires: con su poesía, con sus fabulaciones noveladas, con su aportar saberes en todos los campos… Los que no se cansan de esgrimir palabras y eludir el callar. La palabra emitida, la palabra dada a otros sin esperar respuesta es el vehículo básico de la información; la que nos llega escrita -negro sobre blanco- en cartas, periódicos, documentos o libros, u oímos a través de los micrófonos en los discursos o de las ondas en los media audiovisuales.
Pero cabe también la palabra como vehículo de comunicación entre personas. ¿Qué hubiera sido de la humanidad sin el lenguaje, clave de la comprensión? ¿Sin ese diálogo (techo de sabiduría) que es El banquete de Platón? ¿O si Sócrates hubiera intentado hacerse entender enhebrando interminables rosarios de silencios? Y ya está aquí el silencio: el contrapunto de la palabra, que alterna con ella en el diálogo como juego de la comunicación. El silencio como factor de valor dialéctico es ya un clásico: reden ist Silber, schweigen ist Gold (el hablar es plata, pero el silencio es oro), dicen los alemanes; Le silence’est d’or repite René Clair en su film de 1947. La mejor palabra es la que está por decir sentencia nuestro refranero. A los sensatos, a los que van por la vida ateniéndose ante todo a los dictados del sentido común y la razón, estas afirmaciones (que hacen primar el valor del silencio sobre el de las palabras -únicas armas convincentes-) les parecen sorprendentes.
Las reflexiones sobre la gestión del silencio en la comunicación entre personas darían para un largo ensayo. A más bajo rasero, la cuestión depende no sólo de la cultura sino, sobre todo, de la locuacidad o el mutismo esencial de los protagonistas. El lenguaraz (defecto que me coge de lleno), el visceralmente extrovertido, no tiene nada para callado. Y jamás podría (si no aprende y se educa) controlar el silencio. En las conversaciones de quienes mantienen una honda relación convivencial, el toma y daca equilibrado de palabras y silencios debe ser la estrategia ideal, subliminalmente aceptada por ambos interlocutores, para que su unión feliz dure siempre. Una comunicación íntima entre personas exige, además, la confidencialidad a que han de atenerse los secretos compartidos. Lo que equivale a un pacto implícito de otro tipo de silencio. Ese mutismo inocente puede romperse por mil detalles nimios que, si son así, no afectarán a la solidez de la unión. Pero, si se quebranta el silencio para reprochar, puede darse por seguro que la convivencia será imposible; cabe afirmar entonces que la ruptura de la relación es sólo cuestión de tiempo. De aquí que, una suerte infinita, un verdadero privilegio, tiene aquel (excepcionalmente aquella) de cuya pareja, prudente y dulce, ha aprendido el valor de callar a tiempo. Porque, también hay un proverbio que dice: El que mucho habla mucho yerra. Y si es cierto que cada cual es tan esclavo de sus palabras como dueño de sus silencios, no lo es menos que, precisamente por ello, el bien usar las palabras conlleva riesgos. Mientras que en la lisura del convivir, la clave está en el ser dueño del saber y poder callar.

LUIS SANTOS GUTIÉRREZ